miércoles, 3 de abril de 2013

APARICIONES MARAVILLOSAS DEL NORTE DE CHILE.


LA TIRANA DEL TAMARUGAL.
Por Waldemar Verdugo Fuentes
 
En los desiertos de la zona más árida del planeta, al norte de Chile, donde han brotado pueblos antiguos como la piedra también florecen días de carnaval llenos de colorido para los sentidos y para el alma. Son días marcados de fiesta intensa, insospechada, cuando se celebran algunos cultos religiosos cuyos orígenes se pierden en el Chile remoto y otros que proceden de la historia inmediata, celebrados en fiestas entrelazadas en magnífico sincretismo. Días en que se mezcla el culto mágico con la historia, las danzas, el canto y los disfraces carnavalescos que idolatran figuras que se aparecen invadiendo los oasis que el resto del año son poblados fantasmales.
   La más famosa de estas fiestas de carnaval transcurre en el minúsculo oasis de La Tirana, en plena Pampa del Tamarugal, una zona milagrosa de la naturaleza vegetal entre los desiertos de Tarapacá y Atacama, donde se celebra la extraordinaria historia de una virgen que se hizo reina y murió por amor a mediados del año 1535, según está escrito. Este oasis y la celebración de La Tirana se mantienen poco conocidos hasta principios del siglo XIX, aunque siempre se ha considerado un lugar para la oración y el recogimiento, con una celebración oficial a mediados del mes de julio en que participan desde un comienzo grupos de baile que preservan tradiciones andinas chilenas, bolivianas y peruanas, ecuatorianas y argentinas; aimaras, españolas, moriscas y orientales por la influencia de la emigración china que aportó sus costumbres de carnaval desde Perú. En esta zona donde toda posibilidad de lluvia disminuye a cero porque hay años en que no cae una gota de agua del cielo, donde sólo se conoce la neblina o camanchaca del amanecer, aquí la tierra recibe tal fuerza del sol, que el calor deja de importar, no así el frío nocturnal, que hace de las casas un verdadero poblado fortificado de piedra y adobe; casas de puerta de maderas no menos fuertes que los caminos de roca cordillerana. Algunos oasis chilenos son hoy ciudades arqueológicas cuyo origen se perdió en el tiempo, que apenas comienzan a estudiarse con pruebas cerámicas y tejidos vivos rescatados en la arena, que, de alguna manera, hermanan al desierto con los vecinos que han inventado su forma de vivir enfrentando a la nada misma, al frío nocturnal y al calor del día, permaneciendo en pie de pura fe.
   La Tirana es un oasis de mil casas habitado por unos quinientos vecinos que son su población normal. Es un verdadero pueblo del desierto del norte chileno, semi habitado, con sus características únicas. Todo se ve limpio, sin embargo hay algo en la atmósfera como al acecho, como si en medio de todo el silencio estuviera a punto de estallar una explosión. La calle principal que arranca de la plaza frente al Templo de La Tirana es a tramos apenas una fachada de madera coloreada, sin techo; otras son verdaderas estampas de otro tiempo, con alerones protectores sustentados en postes de buena madera. Las calles anchas, de suelo apisonado de arena, de adoquines, de piedra andina. Tres días antes de carnaval no se ve un alma en la calle. Es la estampa normal de los oasis, pero, puertas adentro se preparan como cada año para recibir centenares de miles de turistas que harán del lugar el escenario de la fiesta religiosa-folklórica más importante de los pueblos del desierto chileno cuando llegan a rendirle culto a la virgen las cofradías de Arica, Iquique, Tocopilla, Antofagasta y Calama, las cinco principales del desierto de Tarapacá, y las compañías visitantes que llegan desde todos los otros países de Los Andes del sur de América.
   En el oasis nos alojamos en el hogar del maestro cerrajero Eusebio Alcalá y su mujer María del Carmen, quienes junto a sus dos hijos y sus propias familias que han llegado para carnaval, como cada vez, cumplirán importantes funciones en las celebraciones. Nos dice María del Carmen: “Mi marido será este año uno de los encargados de numerar las cofradías que lleguen, junto a dos de mis hijos, el Víctor y el Alesio que son maestros cerrajeros como su padre, pero ellos viven en La Serena y vienen para las fiestas. Yo misma me encargaré, junto a tres mujeres más, de coordinar las entradas y salidas de las cofradías de mujeres solas. También con las mujeres de la iglesia nos encargamos de los trajes y mantención. Siempre me han ayudado mis yernas, que desde que se me casaron con los niños se integraron al servicio de nuestra virgencita del Tamarugal, y así le enseñaron a sus hijos. Con mi viejo, somos  casi de los más viejos que vamos quedando, yo diría, aunque por acá la gente fácil vive más allá de los ochenta años. De pura fe, digo yo”.
   En la noche, en la calidez notable que ellos nos regalan junto al fuego de su hogar, le pregunto al maestro Eusebio su impresión de servir en el carnaval de La Tirana, al cual, como su familia, según dice, ha dedicado una vida entera, y responde: “La fe no es fe hasta que no se vive solamente de ella, como nosotros en esta lejanía de todo. Aquí uno aprende a ser arquetipo de sí mismo, hasta tener conciencia de alma cuando se aprende a estar inmóvil, entregado a su oficio y las fuerzas del cielo, como si a uno lo atrapara a la intemperie una tormenta de arena: la única forma de salvarse es manteniéndose inmóvil, lo más posible acunado en uno mismo, porque no se le puede pelear a la arena brava, cuando sólo es posible avanzar haciendo las cosas como si no se las hiciera, a manera de autodisciplina, sin sistema de reglas y ciencias, solamente disposición a no poseer nada y no ser poseído por nada. La fe a uno lo hace libre, generoso y menos violento y reprimido. Es el dominio de las facultades observando la honradez y un sentido ético de la vida: por mi oficio de cerrajero, que traspasé a mis hijos, estoy facultado para abrir cualquier puerta y entrar en cualquier parte, lo que no puede hacer de mi un ladrón, ¿entiendes? Para alejar la maldad basta con apartar lo que tienes en la cabeza, dar lo que llevas en las manos y no rechazar lo que te suceda. Esta fe, esta especie de sendero inmóvil en que vivimos aquí, es por supuesto sólo uno de los senderos que hay en búsqueda de Dios, que hay tantos senderos como las almas de los hombres, como los granos de arena. Sólo es que en esta celebración de carnaval en La Tirana se adora a Dios como si se viera en el acto de una virgen que murió idealizada en la fe del amor. Aquí en el oasis siempre decimos que para sobrevivir debemos no olvidarnos de actuar adorando a Dios como si se viera, porque si uno no lo ve, es seguro que El nos ve. Aquí tampoco vemos a Dios pero sentimos que existe en el acto de amor de una virgen que sólo siguió lo que sentía su corazón. Yo diría que uno va aprendiendo a confiar en nuestro corazón quien es el que ve, de no ser así nuestra alma no tendría certidumbre en este desierto que está lleno de pura fe”.
  Esta fiesta de La Tirana es una expresión certera del sincretismo religioso-histórico, iniciado a partir de un episodio verdadero ocurrido cuando sale desde El Cuzco en Perú la expedición del Adelantado Diego de Almagro, dispuesto a llegar al remoto reino llamado Chile o Thile, como lo citaban los Incas, que con la muerte de Huáscar y Atahualpa, habían sido derrotados y el fabuloso imperio Inca saqueado, lo que no significaba que todos los príncipes y generales derrotados del Perú hubieran desaparecido: muchos de ellos huyeron por las cumbres andinas y buscaron refugio donde pudieron, incluso adentrándose en los difíciles caminos hacia Chile. Diego de Almagro era un hombre astuto y su expedición estaba formada por quinientos guerreros españoles y diez mil indios portadores de las cargas y ciertos prisioneros de la caída corte incásica que le servían de guías al mismo tiempo que de escudos contra los posibles enemigos en ese remoto reino que mencionaban los Incas; así llevaba en calidad de rehenes al príncipe Paullo Tupac, primo de Atahualpa, y a Huillac Huma, último sacerdote del culto del Sol, que había logrado traer secretamente con él a su hija conocida como Ñusta Huillac, una de las más encumbradas Vírgenes del Sol cuya niñez había transcurrido en la misma corte de Machu-Picchu: tenía veintitrés años y era de una belleza imperiosa y deslumbrante, narran las crónicas.
   Asimismo, el príncipe Paullo Tupac y el último sacerdote Huillac Huma habían logrado infiltrar entre los cargadores de la expedición de Almagro a muchos hombres del disuelto ejército imperial, dispuestos a seguir las órdenes que recibieran en un momento determinado. La primera expedición del adelantado Diego de Almagro lo llevó hasta cruzar  el valle de Aconcagua y logró llegar hasta la mitad del país, pero la dura resistencia de los naturales chilenos le impidió continuar y tuvo que retornar. De regreso, el inca Paullo huyó sigilosamente una noche a la altura de Atacama la Grande, en la actual ciudad de Calama, y cruzando el desierto se encaminó hacia el Alto Perú, lo que hoy es Bolivia, llevándose junto a él una tercera parte de sus hombres infiltrados en la expedición, con la intención de reconquistar la libertad de su imperio, lo que jamás logró. El sumo sacerdote Huma huyó con el mismo propósito y otra tercera parte de los hombres camuflados a la altura de la quebrada de Tupiza, hacia Lípez subiendo la cordillera de Los Andes. Aprovechando el desconcierto huyó la virgen Ñusta Huillac, con el resto de los hombres infiltrados, que sumarían un centenar, sumergiéndose en los espesos bosques de acacias y tamarugos que entonces cubrían en apretadas arboledas la Pampa del Tamarugal que anuncia el desierto de Tarapacá que significa “escondite” o “bosque impenetrable”: en ese sitio de salvaje belleza selvática a las orillas del desierto la mujer y los servidores a su servicio que lograron huir decidieron esconderse en Chile y quedaron apartados de su pueblo, convirtiéndose ella en soberana durante los  cuatro años que duró su reinado.
   La tradición escrita y oral narra que la Ñusta Huillac, una mujer criada bajo los estrictos rigores que tenían en su educación las vírgenes del sol en Machu-Picchu, impuso en su reino oculto al mundo sus propias reglas, la primera fue ordenar que ninguno de sus fieles vasallos saliera jamás del espacio que decidió ocupar en el corazón de la Pampa del Tamarugal, dictando con rapidez leyes y reglas de sobrevivencia que ordenó poner de inmediato en práctica, logrando al cabo de un año un poblado modelo ideal que preservaba las tradiciones y costumbres del regio imperio incásico a que habían pertenecido. Pero pronto la fama de su poderío sobre quienes la servían y la extraordinaria belleza que se le atribuía, igual trascendieron los límites que habitaban y se extendió hacia las tribus vecinas chilenas, como los Atacameños y aún los más lejanos Diaguitas, quienes lograron llegar y adherirse a ese reino trasplantado como forma de airada protesta a la dominación extranjera. Así fue que al tercer año de ocupar el sitio la virgen Ñusta Huillac se convirtió en símbolo de lucha contra el invasor español, en sus límites ocultos en el frondoso bosque que hoy se ha tragado el desierto. En su reino conservó la fe incaica de adoración al sol y a sus propios dioses con fervor y rodeada de peligros y asechanzas, viviendo en indómita guerra con todo español o indio converso al cristianismo que traspasara los límites que puso a sus dominios, a quienes ordenaba dar muerte sin temor, lo que, solapadamente entre sus hombres que ordenaba, le valió el nombre de “La Tirana del Tamarugal”.
   Al cuarto año de su dominio ocurrió que a los pies de la virgen Ñusta Huillac fue traído un hombre blanco, apresado en las inmediaciones del bosque que escondía su reino. Interrogado, dijo llamarse Vasco de Almeyda y pertenecer a un grupo de mineros portugueses que se había establecido en la cercana caleta de Ique-Ique para explotar una rica mina de plata allí existente, la veta de Huantajaya. Indios del litoral habían enterado a Vasco de Almeyda de la existencia en el Tamarugal de una mina de oro excepcional en riqueza a la cual se llamaba Mina del Sol, y así fue que se atrevió a entrar solo en aquellas tierras frondosas del bosque al cual nadie osaba introducirse. Terminado el relato del cautivo, se reunió el gran consejo a decidir el destino del invasor de tez blanca, y como a todos los enemigos que habían osado llegar según aceptaba la Ñusta Huillac, se le condenó a ser descuartizado vivo.
   Sin embargo, esta vez algo había ocurrido en la Virgen desde que vio al portugués: como siempre había asistido ella con expresión impenetrable al interrogatorio y veredicto, pero sus ojos jamás habían visto antes a los ojos de un extranjero invasor en los cuales parecía hundirse, además la sonrisa que el hombre le brindaba cada vez que podía sin temor alguno a quienes allí estaban, o quizás la suave palabra que utilizó para narrar cómo había llegado a su reino, quien sabe si el porte distinguido o el estoico desdén del cautivo al oír su sentencia de muerte, el caso es que la Ñusta Huillac, la tirana sacerdotisa guerrera virgen del sol, por primera vez, apelando a su astucia para prolongar la vida de Vasco de Almeyda que la había cautivado, dictaminó que antes de darle muerte se consultara a los ídolos tutelares incásicos, consulta que exigía de acuerdo con la costumbre ritual, dejar pasar cuatro lunas llenas.   
   Fue el de ellos un amor sazonado por la muerte. Deseando salvar la vida del hombre, la Ñusta Huillac en cuatro meses intentó atraerlo a su religión, obligándolo a participar con ella en las solemnes ceremonias diarias del culto al Sol. Pero el portugués se mantuvo férreamente apegado a su profunda devoción a la Virgen del Carmen, cuya imagen llevaba prendida en un escapulario que pendía de su cuello: tanta era su fe que la mujer pronto se vio contagiada y vio desmoronarse su propia creencia. Su convencimiento llegó con la seguridad que el hombre le trasmitió al enseñarle que si se hacía cristiana, renacería en la vida del más allá y sus almas vivirían unidas por siempre jamás. Y así fue que aceptó ser bautizada en la nueva fe justo el día que cumplía su aparición la cuarta luna llena. Ese nuevo día marcado cuando brilló el Sol sobre el Tamarugal, fue la primera vez que la Ñusta no hizo sus rituales, y en medio de un silencio sepulcral que envolvía el bosque, la mujer y el hombre se dirigieron a la clara fuente de agua que brotaba en un claro entre los árboles: su amor les impidió ver que eran seguidos por los súbditos de ella que marchaban sigilosamente siguiendo sus pasos. Altiva y serena, inundada de amor por el portugués, ciega a todo lo que no fueran sus palabras y sus gestos, llegó con él a la fuente y se hincó con los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos entrecerrados. Vasco de Almeyda cogió agua clara en la cuenca de sus manos y vertiéndola suavemente sobre la hermosa cabellera de la Ñusta fue pronunciando las palabras sacramentales del bautismo cristiano. Pero no alcanzó a terminarlas. De súbito, una nube de flechas disparadas de todos los ámbitos del bosque se abatió sobre ellos. El hombre cayó con el corazón atravesado y la Ñusta, también herida de muerte, olvidando sus propias heridas se doblegó sobre el cuerpo muerto del hombre y lloró con llanto de mujer, no de reina. Luego, se dice, que semi incorporada apostrofó imperiosa y dominante a su enfurecido pueblo, que al verla muriendo y aún con fuerzas para increparlos, les gritó que gustosa pagaba con su vida por haber conocido el amor humano, ordenando ser enterrada con su amado y que en la tumba común fuera levantado el símbolo de los cristianos: una cruz.
    Su última orden fue cumplida, y cuando pocos años después pasó por la Pampa del Tamarugal fray Antonio Rondón, descubrió la sepultura y su gran cruz de madera de la cual aún colgaba el escapulario con la imagen de la Virgen del Carmen que llevaba el hombre en su cuello. Informado de la trágica historia de amor que había dado nacimiento a esa cruz, fray Rondón decidió comenzar la edificación en ese sitio, sobre la tumba de  un pequeño santuario con madera de tamarugos, que luego se convertiría en un gran templo del desierto chileno: el de Nuestra Señora del Carmen de La Tirana, llamado por los lugareños “la iglesia de la Tirana”, a cuyo alrededor a medida que el bosque fue desapareciendo surgió el oasis de la virgen que murió de amor. Donde suele aparecerse un día marcado brotando de las arenas, bendiciendo con su presencia.
   En carnaval es un hervidero humano de caravanas el oasis de La Tirana, situado a 84 kilómetros de Ique-Ique, hoy puerto de Iquique, adentrándose al desierto camino a las salitreras y al oasis balneario de Pica. Otra de las familias caciquescas del oasis de La Tirana es toda la que desciende de Andrés Farías, cuya vocación de servicio a la virgen de La Tirana se le despertó, primero, “porque no por nada uno es nacido en el lugar, al igual que mis mayores”, y por una manda que le hizo cuando era joven luego de trabajar unos años en las salitreras, y decidió ir a probar suerte a Iquique: “Allá en 1960 fui candidato a regidor decidido a probar suerte en política, y le hice una promesa a la Virgen. Le dije: “Virgencita, si gano la elección abrazo la carrera política; si pierdo me vuelvo a La Tirana, a trabajar para ti. Y creo que la virgencita me necesitaba porque perdí allá y gané acá”. Los Farías son los comerciantes mas prósperos del oasis, dueños del único hotel oficial aunque muchas casas ofrecen alojamiento, “también somos dueños del almacén más grande del oasis”; existen otros cinco pequeños almacenes y dos restaurantes todo el año, para atender a los poco más de quinientos habitantes que viven normalmente, y que llegan a cien mil y más en carnaval, cuando el pueblo se transforma por completo, con cocinerías, ferias, todas sus casas ocupadas y carpas por doquier. Cuenta Andrés Farías que antes de 1960, en La Tirana penaban las almas el resto del año, pero él con la ayuda de unos pocos vecinos y su propia familia, lograron pavimentar el camino y la plaza, consiguieron el agua potable y la luz eléctrica, construyeron la posta médica y fundaron un museo de La Tirana del Tamarugal donde se guardan las ofrendas entregadas a ella y otros artículos utilizados para fiestas en su honor, que ubicado a un costado de la plaza se puede visitar todos los días del año; ha sido él mismo presidente de casi todas las organizaciones del oasis: junta de vecinos, centro de padres, comunidad cristiana...
   Aquí los vecinos forman casi una sola familia, jubilados, artesanos, criadores de animales y aves de corral, cuidadores de las casas de los vecinos que sólo visitan el lugar para las fiestas a la virgen: son un poblado de mil casas que a comienzos del siglo XX fue próspero, con el auge de las cercanas mineras de plata y salitre hasta que se acabó esa industria que incidió en la explotación de la vegetación natural del sitio, y que ahora se intenta rescatar del desierto en un serio proyecto de reforestación del oasis cuyas tierras son legendariamente ricas a pesar de la falta de agua, hoy solucionando con cepas subterráneas que permite observar el crecimiento en los patios de las casas y pequeñas parcelas comunales alrededor del oasis de parras, sandiales, manzanas, zapallos, pimientos, ajos y, por supuesto, acacias, algarrobos y el árbol patrimonial de La Tirana, el tamarugo, que su uso para carbón terminó casi por extinguirlo hasta su rescate que ahora es patrimonial. Los vecinos del pueblo con los que hablé afirman que la única fuente de provisión verdadera que tiene el oasis es la devoción a la virgen y el turismo que atrae cada vez más numeroso. Nos dice el vecino Martín Saavedra, que fue el primer jefe de los bomberos del pueblo: “Cuando nos declararon Monumento Nacional en 1971 las cosas comenzaron a cambiar, antes vivimos olvidados, pero ha sido un proceso muy lento. Aquí las fiestas de la Virgen son entre el 12 y el 18 de julio, y marca su apogeo la vigilia de la noche del día 15 en que se lleva a cabo la espera del alba del día 16, celebración oficial de La Tirana del Tamarugal, cuando en la plaza se encienden fogatas mientras los bailarines danzan entorno a ellas y se lanzan fuegos artificiales. En la Compañía de Bomberos antes no teníamos nada, los puros deseos de trabajar apagando incendios que en esta zona son devastadores por el calor del desierto, en que una colilla de cigarrillo puede dejarnos sin vegetación o arrasar un oasis. Ahora contamos con una base operativa de comunicaciones, que nos permite brindar ayuda incluso a otros poblados de la Pampa del Tamarugal como La Huayca, Pintado y Oficina Victoria: contamos con diez radios transceptores portátiles, una antena base VHF, bastante cable coaxial, una fuente de poder y 30 esclavinas nomex, aquellos protectores de género especial que cubren la cara y los hombros... cuando comenzamos, tuvimos nosotros mismos que juntar plata para comprar mangueras, pero la afluencia turística ha permitido un avance en la conciencia de prevenir, especialmente durante las fiestas de la Virgen cuando llegan unas doscientas mil personas ahora. La falta de recursos y problemas con el suministro de agua aumentan la vulnerabilidad de los poblados ubicados en medio del desierto. También se suma la distancia, ya que los voluntarios de Iquique demoraban horas en llegar con sus carros bombas y camiones aljibe, algo que ahora hacemos nosotros con nuestros recursos, que igual no son suficientes aún”.
   Doña Elvira del Carmen Avalos de Gandarillas, nacida y criada en La Tirana, también cree que es necesario resaltar que el suyo: “es un oasis-santuario del desierto de Tarapacá. Aquí en el pueblo no sólo tenemos las fiestas religiosas oficiales de la Virgen en julio; también tenemos las del Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo el 25 de diciembre, la Pascua de los Negros el 6 de enero, las que realizamos entre todas las cofradías del desierto para Semana Santa, la Fiesta de la Cruz en mayo, y otras. Yo tengo mi pequeño almacén que heredé de mis padres, y donde he trabajado toda mi vida, entonces soy testigo presencial de la importancia que tienen acá las fiestas religiosas, el turismo que atraen, donde ganan la municipalidad, los transportes, las empresas, la iglesia, los vecinos arriendan piezas y patios para que instalen sus carpas los visitantes. Y cada uno encuentra lo que viene a buscar: un encuentro consigo mismo en el camino de la fe, que aquí es muy fuerte y la base misma de La Tirana. Aquí todos creemos en milagros. A la vecina Eliana Morales una vez se le apareció la Virgen, le sonrió y le hizo el favor de sanarle a su hijo que tuvo de soltera y que se le estaba muriendo: varios podemos dar fe porque vimos al muchacho muriéndose y de un momento a otro se sanó luego que ella nos contó de su visión. Al Martín Saavedra también lo sanó de una enfermedad pulmonar que lo tenía desahuciado. A muchos los ha sacado del trago y eso es un milagro sin dudas. Yo misma he visto como desde que tengo uso de razón hemos logrado subsistir cuando hay épocas en que no anda un alma por aquí, y de repente se llena de miles de visitantes que ni se puede caminar en la calle y me faltan manos para atender de tanto que compran, aquí en pleno desierto, ¿no es milagroso que la pura fe permita sobrevivir a un pueblo entero?” 
   Miles de tambores a un ritmo que irá en aumento o será cadencioso a veces, pero ininterrumpido durante los tres días y tres noches principales, 14, 15 y 16 de julio. Llegar a La Tirana es cosa del Hacedor de Caminos, aún cuando antiguas historias de la zona dicen que basta desear venir con el corazón, para llegar alguna vez. Mi ánimo es estar alerta y presente. El baile es permanente y todo envuelto en una atmósfera alucinante: torbellinos de trajes de colores, de enmascarados fantásticos y disfrazados, con las campanadas de la Iglesia de fondo, que marcan los tiempos de la fiesta. La plazoleta frente al santuario es el centro físico y religioso, donde todo ocurre con más fuerza, es la meta del peregrino que llega a rendir homenaje, vestidos con lo mejor que pueden ofrecer, con el cuidado que ponen en sus prendas y en lo bien peinado de sus cabellos, se nota que se han preparado. Lo que llama la atención de inmediato es el sentido primitivo y pagano que tiene la fiesta, donde se mezclan la superstición con la religión dando expresión a las más diversas manifestaciones del Chile antiguo y los pueblos andinos vecinos.
   El gran peregrinaje comienza en el Cristo del Calvario, que está a unos ocho kilómetros de la plaza. Allí cada compañía de danzantes recibe el número que le corresponde para visitar el templo y formar parte de la procesión. Al atardecer del día 14, y junto con encender las fogatas oficiales, comienza la procesión con los bailes que ya no se detendrán por tres días. Se ven danzas folclóricas y modernas; los más populares grupos son los integrados por las “cullacas” que emulan a las vírgenes del Sol, y los “morenitos” que simbolizan al hombre andino que las sirve. Hay cientos de cofradías de morenitos: los hombres bailan en estilo viril y acompasado, acompañados de tambores y matracas; a ratos dan saltos en el aire que dibujan figuras animales con singular destreza. Las cullacas con sus trajes espectaculares plenos de colores y brillos, sin embargo, danzan tan sutilmente que parece que sólo caminaran, mientras van creando figuras con cintas de todos los colores, dibujando de pronto un sol o una estrella que levantan sin perder nunca el ritmo: todo en ellas tiene un sentido, desde la forma de poner cada dedo de sus manos hasta las cucharitas de plata que se cuelgan en el pecho (las solteras mango hacia abajo, las casadas mango hacia arriba), sin dejar de mencionar que quien dirige cada grupo de cullacas es una machi, generalmente una mujer anciana con su joyería de plata  que baila sin limitaciones por ser una práctica a la que ha dedicado su vida entera. De Bolivia, Perú y Ecuador se han integrado grupos de diablados y enmascarados que representan las más fantásticas criaturas propias de Los Andes; son muy aplaudidas las cofradías de gauchos que llegan desde Argentina, que desfilan danzando mientras hacen ejercicios con sus boleadoras, lazos y banda de acordeones y guitarras. Al llegar la noche, todos continuarán danzando alrededor de las fogatas y esperando su nueva oportunidad de entrar a saludar nuevamente para despedirse de la virgen al amanecer.
   Las cofradías en el Cristo cantan la primera entrada; al llegar a la plaza, la segunda; frente a la Iglesia, la tercera. En el templo frente a La Tirana cantan los saludos, adoraciones, solicitudes y ofrendas. Cada compañía tiene diferente forma de presentarse, pero se asiste a un continuo de entradas y salidas en que la procesión nunca se detiene. Los danzantes entran saludando y se despiden retrocediendo sin dar nunca las espaldas al altar. En el camino de procesión o según la hora que entren al templo junto a le Virgen, cada cofradía aporta con sus propias canciones al alba, la aurora, de buenas noches, de buenos días, retiradas, y muy principalmente, al Sol, para el cual entonan a ratos cantos que son comunes unida la voz a los más diversos instrumentos musicales andinos, especialmente cajas que combinan un ritmo andino chileno de 4/4 con un sutil 3/4.
   Desde el Cristo comienzan también a cumplir su manda los que han prometido cumplir  de rodillas agradeciendo una solicitud o pidiendo un milagro: a veces alguien los acompaña al lado, abanicándolos y dándoles ánimo: estos mismos desgarrados junto con llegar a las últimas gradas que los separan del altar de la Virgen, después salen del templo  caminando como extasiados, con la cara limpia y de promesa cumplida. Hay quienes le hacen manda a La Tirana de bailarle mientras vivan, todos los años; otros, cierto número de años. Hay mandas de los que sostienen cirios los tres días y sus noches que parecen día por los cientos de hombres y mujeres que van con sus velas encendidas levantándolas en dirección al altar de la Virgen en el templo. De noche en el carnaval de La Tirana, es cierto, junto con estos ríos humanos de luz, la música retumbando en el aire, los bailes fantásticos que vuelven de sombras e iluminaciones el lugar, se vuelve todo una fiesta para los sentidos y el alma, una fiesta que a uno lo transporta a otro tipo de espacio, en que las energías se multiplican y todos nos integramos a los bailes y cantos que repetimos en un momento como si vinieran de nuestra memoria escondida, encontrando razón y sentido a la magia posible en la vida, apoyado en las demás gentes que están en lo mismo que uno, como si toda esa verdad liberada en la energía común nos liberara también algún peso del alma, que lo levanta a uno hacia La Tirana del Tamarugal allá en su altar en lo alto del templo.    
   A las tres de la tarde del último día de carnaval, la respiración contenida de cada participantes se detiene un instante para vitorear a la Virgen cuando es sacada en andas desde su altar en el templo y llevada en procesión. Lentamente va apareciendo “la verdadera” como llaman también a La Tirana, que es una efigie pequeñita en el medio de un arreglo primaveral de cerezos en flor, majestuoso, que se ve milagroso recortado contra el desierto que envuelve de fondo. Los ojos de todos están en el altar que cruza por el pueblo entero convertido en una sola marea humana dividida por el espacio justo para que la carguen los portadores de la efigie, guiados por el caporal, un cargo de honor entre los hombres del oasis, así como el de los cargadores, que llevan una de sus manos en alto asiendo una cinta que parte de las faldas de la Virgen, ricamente engalanada cruzando mientras la vitorean a gritos. Es una reina la que cruza. Las campanas están echadas a volar, los bombos, tambores, pitos, matracas, flautas, quenas y caracolas forman un sólo ritmo animando el evento único. Al regreso de La Tirana a su altar en el templo, comienzan las despedidas que duran toda la noche hasta el amanecer, cuando allí frente a la Virgen se despojan de sus trajes los danzantes, simbolizando que han cumplido su promesas de bailarle a La Tirana, y pueden comenzar una nueva vida civil. Algunos hombres y mujeres en ese momento caen en trance dando gritos y haciendo gestos de alegría y liberación, otros sufren cierto estado de trance que hace necesario que  les ayuden a salir del templo, lo que se realiza con sumo respeto, todo indicado por la tradición. Los allí reunidos, al fin, se quieren y presentan sus respetos, se agradecen, se abrigan y despiden. Estuvieron unidos por algo grande en el esfuerzo de la fe demostrada bailando sin cesar, cantando y enfilando la dirección del corazón a la Virgen que murió de amor y se hizo eterna. Cuando todo ha terminado y si uno se detiene a observar el oasis de La Tirana cuando ya casi no quedan peregrinos, parece todo de color blanco, muy limpio y casi sin señas de que ha sucedido allí una de las fiestas más significativas que ocurren en el desierto de Chile, donde entre los más de cuarenta grados de día y las temperaturas bajo cero en la noche viven gentes en un desierto lleno de fe.

FRAGMENTO DE “NUESTRA BELLA SEÑORA APARECIDA”