LA TIRANA DEL TAMARUGAL.
Por Waldemar Verdugo Fuentes
En los desiertos de la zona más árida del planeta,
al norte de Chile, donde han brotado pueblos antiguos como la piedra también
florecen días de carnaval llenos de colorido para los sentidos y para el alma.
Son días marcados de fiesta intensa, insospechada, cuando se celebran algunos
cultos religiosos cuyos orígenes se pierden en el Chile remoto y otros que
proceden de la historia inmediata, celebrados en fiestas entrelazadas en
magnífico sincretismo. Días en que se mezcla el culto mágico con la historia,
las danzas, el canto y los disfraces carnavalescos que idolatran figuras que se
aparecen invadiendo los oasis que el resto del año son poblados fantasmales.
La más
famosa de estas fiestas de carnaval transcurre en el minúsculo oasis de La
Tirana, en plena Pampa del Tamarugal, una zona milagrosa de la naturaleza
vegetal entre los desiertos de Tarapacá y Atacama, donde se celebra la
extraordinaria historia de una virgen que se hizo reina y murió por amor a
mediados del año 1535, según está escrito. Este oasis y la celebración de La
Tirana se mantienen poco conocidos hasta principios del siglo XIX, aunque
siempre se ha considerado un lugar para la oración y el recogimiento, con una
celebración oficial a mediados del mes de julio en que participan desde un
comienzo grupos de baile que preservan tradiciones andinas chilenas, bolivianas
y peruanas, ecuatorianas y argentinas; aimaras, españolas, moriscas y
orientales por la influencia de la emigración china que aportó sus costumbres
de carnaval desde Perú. En esta zona donde toda posibilidad de lluvia disminuye
a cero porque hay años en que no cae una gota de agua del cielo, donde sólo se
conoce la neblina o camanchaca del amanecer, aquí la tierra recibe tal fuerza
del sol, que el calor deja de importar, no así el frío nocturnal, que hace de
las casas un verdadero poblado fortificado de piedra y adobe; casas de puerta
de maderas no menos fuertes que los caminos de roca cordillerana. Algunos oasis
chilenos son hoy ciudades arqueológicas cuyo origen se perdió en el tiempo, que
apenas comienzan a estudiarse con pruebas cerámicas y tejidos vivos rescatados
en la arena, que, de alguna manera, hermanan al desierto con los vecinos que
han inventado su forma de vivir enfrentando a la nada misma, al frío nocturnal
y al calor del día, permaneciendo en pie de pura fe.
La Tirana es un oasis de mil casas habitado por unos quinientos vecinos que son su población normal. Es un verdadero pueblo del desierto del norte chileno, semi habitado, con sus características únicas. Todo se ve limpio, sin embargo hay algo en la atmósfera como al acecho, como si en medio de todo el silencio estuviera a punto de estallar una explosión. La calle principal que arranca de la plaza frente al Templo de La Tirana es a tramos apenas una fachada de madera coloreada, sin techo; otras son verdaderas estampas de otro tiempo, con alerones protectores sustentados en postes de buena madera. Las calles anchas, de suelo apisonado de arena, de adoquines, de piedra andina. Tres días antes de carnaval no se ve un alma en la calle. Es la estampa normal de los oasis, pero, puertas adentro se preparan como cada año para recibir centenares de miles de turistas que harán del lugar el escenario de la fiesta religiosa-folklórica más importante de los pueblos del desierto chileno cuando llegan a rendirle culto a la virgen las cofradías de Arica, Iquique, Tocopilla, Antofagasta y Calama, las cinco principales del desierto de Tarapacá, y las compañías visitantes que llegan desde todos los otros países de Los Andes del sur de América.
La Tirana es un oasis de mil casas habitado por unos quinientos vecinos que son su población normal. Es un verdadero pueblo del desierto del norte chileno, semi habitado, con sus características únicas. Todo se ve limpio, sin embargo hay algo en la atmósfera como al acecho, como si en medio de todo el silencio estuviera a punto de estallar una explosión. La calle principal que arranca de la plaza frente al Templo de La Tirana es a tramos apenas una fachada de madera coloreada, sin techo; otras son verdaderas estampas de otro tiempo, con alerones protectores sustentados en postes de buena madera. Las calles anchas, de suelo apisonado de arena, de adoquines, de piedra andina. Tres días antes de carnaval no se ve un alma en la calle. Es la estampa normal de los oasis, pero, puertas adentro se preparan como cada año para recibir centenares de miles de turistas que harán del lugar el escenario de la fiesta religiosa-folklórica más importante de los pueblos del desierto chileno cuando llegan a rendirle culto a la virgen las cofradías de Arica, Iquique, Tocopilla, Antofagasta y Calama, las cinco principales del desierto de Tarapacá, y las compañías visitantes que llegan desde todos los otros países de Los Andes del sur de América.
En el oasis nos alojamos en el hogar del maestro cerrajero Eusebio
Alcalá y su mujer María del Carmen, quienes junto a sus dos hijos y sus propias
familias que han llegado para carnaval, como cada vez, cumplirán importantes
funciones en las celebraciones. Nos dice María del Carmen: “Mi marido será este
año uno de los encargados de numerar las cofradías que lleguen, junto a dos de
mis hijos, el Víctor y el Alesio que son maestros cerrajeros como su padre,
pero ellos viven en La Serena y vienen para las fiestas. Yo misma me encargaré,
junto a tres mujeres más, de coordinar las entradas y salidas de las cofradías
de mujeres solas. También con las mujeres de la iglesia nos encargamos de los
trajes y mantención. Siempre me han ayudado mis yernas, que desde que se me
casaron con los niños se integraron al servicio de nuestra virgencita del
Tamarugal, y así le enseñaron a sus hijos. Con mi viejo, somos casi de los más viejos que vamos quedando, yo
diría, aunque por acá la gente fácil vive más allá de los ochenta años. De pura
fe, digo yo”.
En la noche, en la calidez notable que ellos nos regalan junto al fuego
de su hogar, le pregunto al maestro Eusebio su impresión de servir en el
carnaval de La Tirana, al cual, como su familia, según dice, ha dedicado una
vida entera, y responde: “La fe no es fe hasta que no se vive solamente de
ella, como nosotros en esta lejanía de todo. Aquí uno aprende a ser arquetipo
de sí mismo, hasta tener conciencia de alma cuando se aprende a estar inmóvil,
entregado a su oficio y las fuerzas del cielo, como si a uno lo atrapara a la
intemperie una tormenta de arena: la única forma de salvarse es manteniéndose
inmóvil, lo más posible acunado en uno mismo, porque no se le puede pelear a la
arena brava, cuando sólo es posible avanzar haciendo las cosas como si no se
las hiciera, a manera de autodisciplina, sin sistema de reglas y ciencias,
solamente disposición a no poseer nada y no ser poseído por nada. La fe a uno
lo hace libre, generoso y menos violento y reprimido. Es el dominio de las
facultades observando la honradez y un sentido ético de la vida: por mi oficio
de cerrajero, que traspasé a mis hijos, estoy facultado para abrir cualquier
puerta y entrar en cualquier parte, lo que no puede hacer de mi un ladrón,
¿entiendes? Para alejar la maldad basta con apartar lo que tienes en la cabeza,
dar lo que llevas en las manos y no rechazar lo que te suceda. Esta fe, esta
especie de sendero inmóvil en que vivimos aquí, es por supuesto sólo uno de los
senderos que hay en búsqueda de Dios, que hay tantos senderos como las almas de
los hombres, como los granos de arena. Sólo es que en esta celebración de
carnaval en La Tirana se adora a Dios como si se viera en el acto de una virgen
que murió idealizada en la fe del amor. Aquí en el oasis siempre decimos que
para sobrevivir debemos no olvidarnos de actuar adorando a Dios como si se
viera, porque si uno no lo ve, es seguro que El nos ve. Aquí tampoco vemos a
Dios pero sentimos que existe en el acto de amor de una virgen que sólo siguió
lo que sentía su corazón. Yo diría que uno va aprendiendo a confiar en nuestro
corazón quien es el que ve, de no ser así nuestra alma no tendría certidumbre
en este desierto que está lleno de pura fe”.
Esta fiesta de La Tirana es una expresión certera
del sincretismo religioso-histórico, iniciado a partir de un episodio verdadero
ocurrido cuando sale desde El Cuzco en Perú la expedición del Adelantado Diego
de Almagro, dispuesto a llegar al remoto reino llamado Chile o Thile, como lo
citaban los Incas, que con la muerte de Huáscar y Atahualpa, habían sido
derrotados y el fabuloso imperio Inca saqueado, lo que no significaba que todos
los príncipes y generales derrotados del Perú hubieran desaparecido: muchos de
ellos huyeron por las cumbres andinas y buscaron refugio donde pudieron,
incluso adentrándose en los difíciles caminos hacia Chile. Diego de Almagro era
un hombre astuto y su expedición estaba formada por quinientos guerreros
españoles y diez mil indios portadores de las cargas y ciertos prisioneros de
la caída corte incásica que le servían de guías al mismo tiempo que de escudos
contra los posibles enemigos en ese remoto reino que mencionaban los Incas; así
llevaba en calidad de rehenes al príncipe Paullo Tupac, primo de Atahualpa, y a
Huillac Huma, último sacerdote del culto del Sol, que había logrado traer
secretamente con él a su hija conocida como Ñusta Huillac, una de las más
encumbradas Vírgenes del Sol cuya niñez había transcurrido en la misma corte de
Machu-Picchu: tenía veintitrés años y era de una belleza imperiosa y
deslumbrante, narran las crónicas.
Asimismo,
el príncipe Paullo Tupac y el último sacerdote Huillac Huma habían logrado
infiltrar entre los cargadores de la expedición de Almagro a muchos hombres del
disuelto ejército imperial, dispuestos a seguir las órdenes que recibieran en
un momento determinado. La primera expedición del adelantado Diego de Almagro
lo llevó hasta cruzar el valle de
Aconcagua y logró llegar hasta la mitad del país, pero la dura resistencia de
los naturales chilenos le impidió continuar y tuvo que retornar. De regreso, el
inca Paullo huyó sigilosamente una noche a la altura de Atacama la Grande, en
la actual ciudad de Calama, y cruzando el desierto se encaminó hacia el Alto
Perú, lo que hoy es Bolivia, llevándose junto a él una tercera parte de sus
hombres infiltrados en la expedición, con la intención de reconquistar la
libertad de su imperio, lo que jamás logró. El sumo sacerdote Huma huyó con el
mismo propósito y otra tercera parte de los hombres camuflados a la altura de
la quebrada de Tupiza, hacia Lípez subiendo la cordillera de Los Andes.
Aprovechando el desconcierto huyó la virgen Ñusta Huillac, con el resto de los
hombres infiltrados, que sumarían un centenar, sumergiéndose en los espesos
bosques de acacias y tamarugos que entonces cubrían en apretadas arboledas la
Pampa del Tamarugal que anuncia el desierto de Tarapacá que significa
“escondite” o “bosque impenetrable”: en ese sitio de salvaje belleza selvática
a las orillas del desierto la mujer y los servidores a su servicio que lograron
huir decidieron esconderse en Chile y quedaron apartados de su pueblo,
convirtiéndose ella en soberana durante los
cuatro años que duró su reinado.
La
tradición escrita y oral narra que la Ñusta Huillac, una mujer criada bajo los
estrictos rigores que tenían en su educación las vírgenes del sol en
Machu-Picchu, impuso en su reino oculto al mundo sus propias reglas, la primera
fue ordenar que ninguno de sus fieles vasallos saliera jamás del espacio que
decidió ocupar en el corazón de la Pampa del Tamarugal, dictando con rapidez
leyes y reglas de sobrevivencia que ordenó poner de inmediato en práctica,
logrando al cabo de un año un poblado modelo ideal que preservaba las
tradiciones y costumbres del regio imperio incásico a que habían pertenecido.
Pero pronto la fama de su poderío sobre quienes la servían y la extraordinaria
belleza que se le atribuía, igual trascendieron los límites que habitaban y se
extendió hacia las tribus vecinas chilenas, como los Atacameños y aún los más
lejanos Diaguitas, quienes lograron llegar y adherirse a ese reino trasplantado
como forma de airada protesta a la dominación extranjera. Así fue que al tercer
año de ocupar el sitio la virgen Ñusta Huillac se convirtió en símbolo de lucha
contra el invasor español, en sus límites ocultos en el frondoso bosque que hoy
se ha tragado el desierto. En su reino conservó la fe incaica de adoración al
sol y a sus propios dioses con fervor y rodeada de peligros y asechanzas,
viviendo en indómita guerra con todo español o indio converso al cristianismo
que traspasara los límites que puso a sus dominios, a quienes ordenaba dar
muerte sin temor, lo que, solapadamente entre sus hombres que ordenaba, le
valió el nombre de “La Tirana del Tamarugal”.
Al cuarto
año de su dominio ocurrió que a los pies de la virgen Ñusta Huillac fue traído
un hombre blanco, apresado en las inmediaciones del bosque que escondía su
reino. Interrogado, dijo llamarse Vasco de Almeyda y pertenecer a un grupo de
mineros portugueses que se había establecido en la cercana caleta de Ique-Ique
para explotar una rica mina de plata allí existente, la veta de Huantajaya.
Indios del litoral habían enterado a Vasco de Almeyda de la existencia en el
Tamarugal de una mina de oro excepcional en riqueza a la cual se llamaba Mina
del Sol, y así fue que se atrevió a entrar solo en aquellas tierras frondosas
del bosque al cual nadie osaba introducirse. Terminado el relato del cautivo,
se reunió el gran consejo a decidir el destino del invasor de tez blanca, y
como a todos los enemigos que habían osado llegar según aceptaba la Ñusta
Huillac, se le condenó a ser descuartizado vivo.
Sin
embargo, esta vez algo había ocurrido en la Virgen desde que vio al portugués:
como siempre había asistido ella con expresión impenetrable al interrogatorio y
veredicto, pero sus ojos jamás habían visto antes a los ojos de un extranjero
invasor en los cuales parecía hundirse, además la sonrisa que el hombre le
brindaba cada vez que podía sin temor alguno a quienes allí estaban, o quizás
la suave palabra que utilizó para narrar cómo había llegado a su reino, quien
sabe si el porte distinguido o el estoico desdén del cautivo al oír su
sentencia de muerte, el caso es que la Ñusta Huillac, la tirana sacerdotisa
guerrera virgen del sol, por primera vez, apelando a su astucia para prolongar
la vida de Vasco de Almeyda que la había cautivado, dictaminó que antes de
darle muerte se consultara a los ídolos tutelares incásicos, consulta que
exigía de acuerdo con la costumbre ritual, dejar pasar cuatro lunas
llenas.
Fue el de
ellos un amor sazonado por la muerte. Deseando salvar la vida del hombre, la
Ñusta Huillac en cuatro meses intentó atraerlo a su religión, obligándolo a
participar con ella en las solemnes ceremonias diarias del culto al Sol. Pero
el portugués se mantuvo férreamente apegado a su profunda devoción a la Virgen
del Carmen, cuya imagen llevaba prendida en un escapulario que pendía de su
cuello: tanta era su fe que la mujer pronto se vio contagiada y vio
desmoronarse su propia creencia. Su convencimiento llegó con la seguridad que
el hombre le trasmitió al enseñarle que si se hacía cristiana, renacería en la
vida del más allá y sus almas vivirían unidas por siempre jamás. Y así fue que
aceptó ser bautizada en la nueva fe justo el día que cumplía su aparición la
cuarta luna llena. Ese nuevo día marcado cuando brilló el Sol sobre el
Tamarugal, fue la primera vez que la Ñusta no hizo sus rituales, y en medio de
un silencio sepulcral que envolvía el bosque, la mujer y el hombre se
dirigieron a la clara fuente de agua que brotaba en un claro entre los árboles:
su amor les impidió ver que eran seguidos por los súbditos de ella que
marchaban sigilosamente siguiendo sus pasos. Altiva y serena, inundada de amor
por el portugués, ciega a todo lo que no fueran sus palabras y sus gestos,
llegó con él a la fuente y se hincó con los brazos cruzados sobre el pecho y
los ojos entrecerrados. Vasco de Almeyda cogió agua clara en la cuenca de sus
manos y vertiéndola suavemente sobre la hermosa cabellera de la Ñusta fue
pronunciando las palabras sacramentales del bautismo cristiano. Pero no alcanzó
a terminarlas. De súbito, una nube de flechas disparadas de todos los ámbitos
del bosque se abatió sobre ellos. El hombre cayó con el corazón atravesado y la
Ñusta, también herida de muerte, olvidando sus propias heridas se doblegó sobre
el cuerpo muerto del hombre y lloró con llanto de mujer, no de reina. Luego, se
dice, que semi incorporada apostrofó imperiosa y dominante a su enfurecido
pueblo, que al verla muriendo y aún con fuerzas para increparlos, les gritó que
gustosa pagaba con su vida por haber conocido el amor humano, ordenando ser
enterrada con su amado y que en la tumba común fuera levantado el símbolo de
los cristianos: una cruz.
Su última
orden fue cumplida, y cuando pocos años después pasó por la Pampa del Tamarugal
fray Antonio Rondón, descubrió la sepultura y su gran cruz de madera de la cual
aún colgaba el escapulario con la imagen de la Virgen del Carmen que llevaba el
hombre en su cuello. Informado de la trágica historia de amor que había dado
nacimiento a esa cruz, fray Rondón decidió comenzar la edificación en ese
sitio, sobre la tumba de un pequeño
santuario con madera de tamarugos, que luego se convertiría en un gran templo
del desierto chileno: el de Nuestra Señora del Carmen de La Tirana, llamado por
los lugareños “la iglesia de la Tirana”, a cuyo alrededor a medida que el
bosque fue desapareciendo surgió el oasis de la virgen que murió de amor. Donde
suele aparecerse un día marcado brotando de las arenas, bendiciendo con su
presencia.
En carnaval
es un hervidero humano de caravanas el oasis de La Tirana, situado a 84
kilómetros de Ique-Ique, hoy puerto de Iquique, adentrándose al desierto camino
a las salitreras y al oasis balneario de Pica. Otra de las familias caciquescas
del oasis de La Tirana es toda la que desciende de Andrés Farías, cuya vocación
de servicio a la virgen de La Tirana se le despertó, primero, “porque no por nada
uno es nacido en el lugar, al igual que mis mayores”, y por una manda que le
hizo cuando era joven luego de trabajar unos años en las salitreras, y decidió
ir a probar suerte a Iquique: “Allá en 1960 fui candidato a regidor decidido a
probar suerte en política, y le hice una promesa a la Virgen. Le dije:
“Virgencita, si gano la elección abrazo la carrera política; si pierdo me
vuelvo a La Tirana, a trabajar para ti. Y creo que la virgencita me necesitaba
porque perdí allá y gané acá”. Los Farías son los comerciantes mas prósperos
del oasis, dueños del único hotel oficial aunque muchas casas ofrecen
alojamiento, “también somos dueños del almacén más grande del oasis”; existen
otros cinco pequeños almacenes y dos restaurantes todo el año, para atender a los
poco más de quinientos habitantes que viven normalmente, y que llegan a cien
mil y más en carnaval, cuando el pueblo se transforma por completo, con cocinerías, ferias,
todas sus casas ocupadas y carpas por doquier. Cuenta Andrés Farías que antes de 1960, en La Tirana
penaban las almas el resto del año, pero él con la ayuda de unos pocos vecinos
y su propia familia, lograron pavimentar el camino y la plaza, consiguieron el
agua potable y la luz eléctrica, construyeron la posta médica y fundaron un
museo de La Tirana del Tamarugal donde se guardan las ofrendas
entregadas a ella y otros artículos utilizados para fiestas en su honor, que
ubicado a un costado de la plaza se puede visitar todos los días del año; ha sido él
mismo presidente de casi todas las organizaciones del oasis: junta de vecinos,
centro de padres, comunidad cristiana...
Aquí los
vecinos forman casi una sola familia, jubilados, artesanos, criadores de
animales y aves de corral, cuidadores de las casas de los vecinos que sólo
visitan el lugar para las fiestas a la virgen: son un poblado de mil casas que
a comienzos del siglo XX fue próspero, con el auge de las cercanas mineras de
plata y salitre hasta que se acabó esa industria que incidió en la explotación
de la vegetación natural del sitio, y que ahora se intenta rescatar del
desierto en un serio proyecto de reforestación del oasis cuyas tierras son
legendariamente ricas a pesar de la falta de agua, hoy solucionando con cepas
subterráneas que permite observar el crecimiento en los patios de las casas y
pequeñas parcelas comunales alrededor del oasis de parras, sandiales, manzanas,
zapallos, pimientos, ajos y, por supuesto, acacias, algarrobos y el árbol
patrimonial de La Tirana, el tamarugo, que su uso para carbón terminó casi por
extinguirlo hasta su rescate que ahora es patrimonial. Los vecinos del pueblo
con los que hablé afirman que la única fuente de provisión verdadera que tiene
el oasis es la devoción a la virgen y el turismo que atrae cada vez más
numeroso. Nos dice el vecino Martín Saavedra, que fue el primer jefe de los
bomberos del pueblo: “Cuando nos declararon Monumento Nacional en 1971 las
cosas comenzaron a cambiar, antes vivimos olvidados, pero ha sido un proceso
muy lento. Aquí las fiestas de la Virgen son entre el 12 y el 18 de julio, y
marca su apogeo la vigilia de la noche del día 15 en que se lleva a cabo la
espera del alba del día 16, celebración oficial de La Tirana del Tamarugal,
cuando en la plaza se encienden fogatas mientras los bailarines danzan entorno
a ellas y se lanzan fuegos artificiales. En la Compañía de Bomberos antes no
teníamos nada, los puros deseos de trabajar apagando incendios que en esta zona
son devastadores por el calor del desierto, en que una colilla de cigarrillo
puede dejarnos sin vegetación o arrasar un oasis. Ahora contamos con una base
operativa de comunicaciones, que nos permite brindar ayuda incluso a otros
poblados de la Pampa del Tamarugal como La Huayca, Pintado y Oficina Victoria:
contamos con diez radios transceptores portátiles, una antena base VHF,
bastante cable coaxial, una fuente de poder y 30 esclavinas nomex, aquellos
protectores de género especial que cubren la cara y los hombros... cuando
comenzamos, tuvimos nosotros mismos que juntar plata para comprar mangueras,
pero la afluencia turística ha permitido un avance en la conciencia de
prevenir, especialmente durante las fiestas de la Virgen cuando llegan unas
doscientas mil personas ahora. La falta de recursos y problemas con el
suministro de agua aumentan la vulnerabilidad de los poblados ubicados en medio
del desierto. También se suma la distancia, ya que los voluntarios de Iquique
demoraban horas en llegar con sus carros bombas y camiones aljibe, algo que
ahora hacemos nosotros con nuestros recursos, que igual no son suficientes aún”.
Doña Elvira del Carmen Avalos de Gandarillas, nacida y criada en La
Tirana, también cree que es necesario resaltar que el suyo: “es un
oasis-santuario del desierto de Tarapacá. Aquí en el pueblo no sólo tenemos las
fiestas religiosas oficiales de la Virgen en julio; también tenemos las del
Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo el 25 de diciembre, la Pascua de los
Negros el 6 de enero, las que realizamos entre todas las cofradías del desierto
para Semana Santa, la Fiesta de la Cruz en mayo, y otras. Yo tengo mi pequeño
almacén que heredé de mis padres, y donde he trabajado toda mi vida, entonces
soy testigo presencial de la importancia que tienen acá las fiestas religiosas,
el turismo que atraen, donde ganan la municipalidad, los transportes, las empresas,
la iglesia, los vecinos arriendan piezas y patios para que instalen sus carpas
los visitantes. Y cada uno encuentra lo que viene a buscar: un encuentro
consigo mismo en el camino de la fe, que aquí es muy fuerte y la base misma de
La Tirana. Aquí todos creemos en milagros. A la vecina Eliana Morales una vez
se le apareció la Virgen, le sonrió y le hizo el favor de sanarle a su hijo que
tuvo de soltera y que se le estaba muriendo: varios podemos dar fe porque vimos
al muchacho muriéndose y de un momento a otro se sanó luego que ella nos contó
de su visión. Al Martín Saavedra también lo sanó de una enfermedad pulmonar que
lo tenía desahuciado. A muchos los ha sacado del trago y eso es un milagro sin
dudas. Yo misma he visto como desde que tengo uso de razón hemos logrado
subsistir cuando hay épocas en que no anda un alma por aquí, y de repente se
llena de miles de visitantes que ni se puede caminar en la calle y me faltan
manos para atender de tanto que compran, aquí en pleno desierto, ¿no es milagroso
que la pura fe permita sobrevivir a un pueblo entero?”
Miles de tambores a un ritmo que irá en aumento o será cadencioso a
veces, pero ininterrumpido durante los tres días y tres noches principales, 14,
15 y 16 de julio. Llegar a La Tirana es cosa del Hacedor de Caminos, aún cuando
antiguas historias de la zona dicen que basta desear venir con el corazón, para
llegar alguna vez. Mi ánimo es estar alerta y presente. El baile es permanente
y todo envuelto en una atmósfera alucinante: torbellinos de trajes de colores,
de enmascarados fantásticos y disfrazados, con las campanadas de la Iglesia de
fondo, que marcan los tiempos de la fiesta. La plazoleta frente al santuario es
el centro físico y religioso, donde todo ocurre con más fuerza, es la meta del
peregrino que llega a rendir homenaje, vestidos con lo mejor que pueden
ofrecer, con el cuidado que ponen en sus prendas y en lo bien peinado de sus
cabellos, se nota que se han preparado. Lo que llama la atención de inmediato
es el sentido primitivo y pagano que tiene la fiesta, donde se mezclan la
superstición con la religión dando expresión a las más diversas manifestaciones
del Chile antiguo y los pueblos andinos vecinos.
El gran peregrinaje comienza en el Cristo del Calvario, que está a unos
ocho kilómetros de la plaza. Allí cada compañía de danzantes recibe el número
que le corresponde para visitar el templo y formar parte de la procesión. Al
atardecer del día 14, y junto con encender las fogatas oficiales, comienza la
procesión con los bailes que ya no se detendrán por tres días. Se ven danzas
folclóricas y modernas; los más populares grupos son los integrados por las
“cullacas” que emulan a las vírgenes del Sol, y los “morenitos” que simbolizan
al hombre andino que las sirve. Hay cientos de cofradías de morenitos: los
hombres bailan en estilo viril y acompasado, acompañados de tambores y
matracas; a ratos dan saltos en el aire que dibujan figuras animales con
singular destreza. Las cullacas con sus trajes espectaculares plenos de colores
y brillos, sin embargo, danzan tan sutilmente que parece que sólo caminaran,
mientras van creando figuras con cintas de todos los colores, dibujando de
pronto un sol o una estrella que levantan sin perder nunca el ritmo: todo en
ellas tiene un sentido, desde la forma de poner cada dedo de sus manos hasta
las cucharitas de plata que se cuelgan en el pecho (las solteras mango hacia
abajo, las casadas mango hacia arriba), sin dejar de mencionar que quien dirige
cada grupo de cullacas es una machi, generalmente una mujer anciana con su
joyería de plata que baila sin
limitaciones por ser una práctica a la que ha dedicado su vida entera. De
Bolivia, Perú y Ecuador se han integrado grupos de diablados y enmascarados que
representan las más fantásticas criaturas propias de Los Andes; son muy
aplaudidas las cofradías de gauchos que llegan desde Argentina, que desfilan
danzando mientras hacen ejercicios con sus boleadoras, lazos y banda de
acordeones y guitarras. Al llegar la noche, todos continuarán danzando
alrededor de las fogatas y esperando su nueva oportunidad de entrar a saludar
nuevamente para despedirse de la virgen al amanecer.
Las cofradías en el Cristo cantan la primera entrada; al llegar a la
plaza, la segunda; frente a la Iglesia, la tercera. En el templo frente a La
Tirana cantan los saludos, adoraciones, solicitudes y ofrendas. Cada compañía
tiene diferente forma de presentarse, pero se asiste a un continuo de entradas
y salidas en que la procesión nunca se detiene. Los danzantes entran saludando
y se despiden retrocediendo sin dar nunca las espaldas al altar. En el camino
de procesión o según la hora que entren al templo junto a le Virgen, cada
cofradía aporta con sus propias canciones al alba, la aurora, de buenas noches,
de buenos días, retiradas, y muy principalmente, al Sol, para el cual entonan a
ratos cantos que son comunes unida la voz a los más diversos instrumentos
musicales andinos, especialmente cajas que combinan un ritmo andino chileno de
4/4 con un sutil 3/4.
Desde el Cristo comienzan también a cumplir su manda los que han
prometido cumplir de rodillas
agradeciendo una solicitud o pidiendo un milagro: a veces alguien los acompaña
al lado, abanicándolos y dándoles ánimo: estos mismos desgarrados junto con llegar
a las últimas gradas que los separan del altar de la Virgen, después salen del
templo caminando como extasiados, con la
cara limpia y de promesa cumplida. Hay quienes le hacen manda a La Tirana de
bailarle mientras vivan, todos los años; otros, cierto número de años. Hay
mandas de los que sostienen cirios los tres días y sus noches que parecen día
por los cientos de hombres y mujeres que van con sus velas encendidas
levantándolas en dirección al altar de la Virgen en el templo. De noche en el
carnaval de La Tirana, es cierto, junto con estos ríos humanos de luz, la
música retumbando en el aire, los bailes fantásticos que vuelven de sombras e
iluminaciones el lugar, se vuelve todo una fiesta para los sentidos y el alma,
una fiesta que a uno lo transporta a otro tipo de espacio, en que las energías
se multiplican y todos nos integramos a los bailes y cantos que repetimos en un
momento como si vinieran de nuestra memoria escondida, encontrando razón y
sentido a la magia posible en la vida, apoyado en las demás gentes que están en
lo mismo que uno, como si toda esa verdad liberada en la energía común nos
liberara también algún peso del alma, que lo levanta a uno hacia La Tirana del
Tamarugal allá en su altar en lo alto del templo.
A las tres de la tarde del último día de carnaval, la respiración
contenida de cada participantes se detiene un instante para vitorear a la
Virgen cuando es sacada en andas desde su altar en el templo y llevada en
procesión. Lentamente va apareciendo “la verdadera” como llaman también a La
Tirana, que es una efigie pequeñita en el medio de un arreglo primaveral de
cerezos en flor, majestuoso, que se ve milagroso recortado contra el desierto
que envuelve de fondo. Los ojos de todos están en el altar que cruza por el
pueblo entero convertido en una sola marea humana dividida por el espacio justo
para que la carguen los portadores de la efigie, guiados por el caporal, un
cargo de honor entre los hombres del oasis, así como el de los cargadores, que
llevan una de sus manos en alto asiendo una cinta que parte de las faldas de la
Virgen, ricamente engalanada cruzando mientras la vitorean a gritos. Es una
reina la que cruza. Las campanas están echadas a volar, los bombos, tambores,
pitos, matracas, flautas, quenas y caracolas forman un sólo ritmo animando el
evento único. Al regreso de La Tirana a su altar en el templo, comienzan las
despedidas que duran toda la noche hasta el amanecer, cuando allí frente a la
Virgen se despojan de sus trajes los danzantes, simbolizando que han cumplido
su promesas de bailarle a La Tirana, y pueden comenzar una nueva vida civil.
Algunos hombres y mujeres en ese momento caen en trance dando gritos y haciendo
gestos de alegría y liberación, otros sufren cierto estado de trance que hace
necesario que les ayuden a salir del
templo, lo que se realiza con sumo respeto, todo indicado por la tradición. Los
allí reunidos, al fin, se quieren y presentan sus respetos, se agradecen, se
abrigan y despiden. Estuvieron unidos por algo grande en el esfuerzo de la fe
demostrada bailando sin cesar, cantando y enfilando la dirección del corazón a
la Virgen que murió de amor y se hizo eterna. Cuando todo ha terminado y si uno
se detiene a observar el oasis de La Tirana cuando ya casi no quedan
peregrinos, parece todo de color blanco, muy limpio y casi sin señas de que ha
sucedido allí una de las fiestas más significativas que ocurren en el desierto
de Chile, donde entre los más de cuarenta grados de día y las temperaturas bajo
cero en la noche viven gentes en un desierto lleno de fe.
FRAGMENTO DE “NUESTRA BELLA SEÑORA APARECIDA”